Reconciliación
Publicado en 15 de Julio, 2010, 15:29.
en PRETÉRITO IMPERFECTO.
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Etiquetas: Galicia, aldeas
Como por ensalmo y sin saber muy bien por qué, como pasan las cosas importantes, este fin de semana me reconcilié con mi aldea. De alguna manera recuperé Dornelas para mí, el lugar que fue mi universo hasta los 7 años.
En la adolescencia Dornelas se llamaba vacaciones. Se llamaba lectura a la sombra de los robles, bocadillos de nocilla, canciones en la radio. Se llamaba fiestas, hablar de chicos, pensar en chicos, soñar con chicos. De joven, la aldea era un sitio claustrofóbico y aburrido que pisaba lo menos posible y a donde mi madre se empeñaba en seguir yendo. Volvía con noticias: Murió fulanito. Hay que cambiar el portal de la eira que está cayéndose. Van a parcelar las tierras. Perdimos la finca del Reboiro. Hay goteras en el tejado. Se secó el melocotonero de los melocotones grandes. Menganito montó una granja de cerdos y ahora aquello apesta. Abrieron un supermercado al lado de la carretera [y menos mal, porque ya no se puede comprar leche a los vecinos (¿por qué?, mujer porque la gente ya no tiene ganado!. Y entonces como labran las fincas?. Pues con el tretor!, ah...)]. Siendo ya una mujer, Dornelas fue punto de reunión familiar unos días al año: Nos juntábamos hermanos y hermanas, con toda la sobrinada; los franceses con los ingleses con los coruñeses; los únicos días del año en que mi madre tenía una cara como la de la luna llena en un cuento para niños. Cuando ella enfermó, en los años dedicados a su cuidado, la aldea quedó lejos de nuestras vidas. Dornelas era sólo un nombre. Allá la fuimos a enterrar, donde ella quería, en el terruño del que nunca se había alejado en su corazón. Para su tumba encargamos una losa de granito. Llovía el día del entierro, era noviembre. Mucha gente muere en noviembre. En el atrio mi hijo me tenía el brazo echado sobre el hombro y se corrió el rumor de que me gustaban jovencitos. Recordé con tristeza cómo temía mi madre que nos criticasen y cuanto había detestado yo ese sometimiento de la gente ante el ojo vigilante de los cotilleos, ese tener que ser conforme al estándar que era obligado en Dornelas [y en casi todos los sitios pequeños], donde la singularidad se pagaba con el alejamiento o el desprecio; ese vivir prisioneros de la apariencia, pendientes de los juicios y prejuicios de los vecinos. Comprendí que yo no pertenecía a aquél sitio desde hacía muchos años, que me había desvinculado afectivamente de la aldea actual. Y convertí Dornelas en un paisaje, la que contenía los recuerdos que se reducían a la niñez y a la adolescencia. Un paisaje que me iban estropeando. Desaparecían fincas y viñas, prados, fuentes, robledales, castañares. La maleza atascó los caminos, disfrazó los vallados, secuestró mis recuerdos. Sin embargo los montes quedaron hendidos por incontables carreteras comarcales, tronzada su paz, descubierto su misterio. En cada visita me sentía más ajena y decepcionada. Sólo de vez en cuando surgía un rinconcito que aún conservaba su esencia, y rebullía en mi interior la niña dornelá que fui.
El post original en gallego y comentarios, aquí
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